La política española se debate en estos días entre la necesidad de un acuerdo político que cambie las expectativas de la parte más desfavorecida de la sociedad y el azar de la lucha por el poder concebida como un juego de trileros; es decir, entre quienes aún conservan un punto, no más, de ingenuidad para mantenerse activos en la acción pública y los tahures que sólo confían en las estratagemas, porque el poder es, para ellos, más que un instrumento, el único objetivo.
Cuando se escucha a los profesionales del oficio (la política) y a sus intérpretes (los medios de comunicación) los ingenuos acaban por creerse estúpidos: al galimatías de fondo se añade la algarabía o, aún peor, a ese tráfago se suma la confusión que provocan los intereses económicos de las empresas, los aprioris de sus comentaristas (casi todos ellos tuttologos de oficio), la estulticia de los pontífices de cabecera y la escasa capacidad para hacer autocrítica de su profesión e incluso de esos saberes inequívocos a los que se antepone “en política las cosas son…” únicamente para avalar lo que ellos dicen.
Pues sí, ahí andamos; alternando la cara de tontos con la de condenados, la de quienes no se enteran del rumbo de los tiempos o de la nueva política con la de quienes se resignan a aceptar la voluntad de los que saben de esto, la de quienes carecen de las claves de lo que conviene e interesa y la de quienes sólo son víctimas de su propia credulidad; en cualquier caso, el rostro que nos dejan las maniobras de los oficiantes que actúan convencidos de nuestra impotencia.
¿Cabe la posibilidad de que por una vez, una sola vez, haya algo más que tahúres alrededor de la mesa? La libertad es el reconocimiento de la necesidad, decía Hegel, y por eso estamos obligados a creer –un poco, al menos– que no sólo hay tramposos, porque hace mucha falta la decencia en los comportamientos públicos, que impere el interés de los ciudadanos, y que se hable desde la prudencia, desde el respeto, desde la voluntad de acuerdo para poner freno a las urgencias de una sociedad al borde del desahucio.
Sin embargo, no se puede negar el otro supuesto: ¿y si solo hubiera táctica? El riesgo existe. Basta observar el comportamiento de Rajoy, que se niega a saltar al campo para tratar de volver a la cancha cuando los rivales ya estén rotos o cojos. Basta observar el comportamiento de los barones del PSOE, tan agudos en la sospecha sobre los comportamientos ajenos como obtusos a la hora de evaluar sus propias tretas. Basta observar las declaraciones de Pablo Iglesias para desconfiar de su voluntad de compromiso y de su exclusivo empeño en unas nuevas elecciones que le lleven a convertirse en la alternativa posible a la derecha.
Los politólogos que ansían el poder parten de una premisa: la acción política responde a la lógica de un mecanismo de precisión, aunque a lo sumo lo sea de aproximación. Los objetivos, llámense ideología o programa, sólo valen para decorar el escenario. La voluntad de los ciudadanos se manipula con la exactitud con que se maneja un artilugio preciso; pura técnica. De ahí el pánico a los dictámenes del azar y a sus reglas.
Cuando se pone la lupa sobre algunas declaraciones dan miedo los egos, la petulancia o la inmodestia que afloran tras determinadas proclamas y muchas iniciativas; la provocación que busca efectos descalificatorios del contrario para anticipar justificaciones cuando ocurra lo contrario de lo que se dice desear; es decir, cuando se produzca lo que se busca. A esa reflexión inducen, por ejemplo, las propuestas de Pablo Iglesias que desataron los truenos y, en no menor medida, las reflexiones con las que tres días después diseñó El gobierno del cambio.
Sin embargo, pese a las alertas, en esos trances se advierte que hay quienes cuentan con el beneplácito de la duda y otros a los que la duda destroza. Eso empuja aún más al enredo. Sin embargo, necesitamos librarnos del azar y conservar cierta ingenuidad aún a riesgo de que solo haya tahures.