CINE DE BARRIO
Envuelta en varias polémicas que no tienen nada que ver con su calidad pero afectan a los juicios, positivos o negativos, que se vierten sobre ella, llega a las pantallas la nueva película de Fernando Trueba, precedida también por la apabullante y en el fondo contraproducente campaña publicitaria de la empresa de televisión que ha intervenido en su financiación y que inunda sus programas con la presencia de intérpretes y director, que cumplen esforzadamente con las órdenes impartidas por el patrón de turno.
Todo empezó cuando Trueba –Premio Nacional de Cinematografía por empeño al parecer de su amigo Antonio Resines, por entonces fugaz y también discutido presidente de la Academia del Cine, mientras varios cineastas de brillante carrera languidecen sin alcanzarlo– dijo aquello de que no se sentía español y otras expresiones con las que sin duda pretendía dar en los morros al nuevo ministro de Cultura, que pasa por ser hombre dialogante y culto cuando su cultura, al menos cinematográfica, no va más allá de la de cualquier personaje de Paco Martínez Soria de esos que tanto se prodigan en su adorado y nauseabundo «Cine de barrio» de la televisión pública, o sea, del gobierno.
La carcundia patriotera se revolvió enseguida, llamando a boicotear el estreno, que tampoco ha sido demasiado brillante en términos económicos, al tiempo que el director trataba torpemente de enmendar su supuesto error, con argumentos nada convincentes, cuando la verdad es que tenía pleno derecho a decir lo que dijo –aun sin rastro de tono humorístico, como pretende ahora–, a recoger el premio y a solicitar las subvenciones que precise, como cualquier otro ciudadano, se sienta español o no, si es que alguien sabe en qué consiste eso.
Por si faltaba algo, dos de los coguionistas de La niña de tus ojos (1998), de la que Trueba asegura que esta nueva no es una secuela, sino un reencuentro, han anunciado una demanda bastante discutible también por posible violación de sus derechos de autor, como creadores de los personajes que ahora reaparecen en La reina de España. Título cuando menos inoportuno, si no provocador, por cierto. Y la verdad es que sin el apoyo ahora de sus guionistas habituales, el desaparecido Rafael Azcona y David Trueba, la estructura del nuevo filme se resiente bastante.
La protagonista, Macarena Granada, a quien intenta dar vida una Penélope Cruz demasiado envarada en su doble papel, además de embutida en un traje de escote imposible en el personaje que interpreta –justificado, como tantas otras cosas en el filme, por el hecho de estar rodando una americanada–, vuelve de Estados Unidos convertida en una estrella y dispuesta a sumergirse en una nueva aventura cinematográfica. Esta vez ambientada en los años cincuenta en lugar de la Alemania nazi, y en el momento en que avispados productores estadounidenses acudieron a nuestro país como moscas a la miel porque vieron la posibilidad de reinvertir aquí los beneficios de sus superproducciones, ya que el régimen franquista no les permitía exportar capitales. Y en cambio, dato que apenas se cita, les facilitaba gratuitamente tropas y pertrechos para que incrementaran aún más sus beneficios y, de paso, dieran de comer a muchos desposeídos, dentro y fuera de la raquítica industria del cine español.
Una serie de anécdotas engarzadas con mayor o menor habilidad y de guiños cinéfilos más bien cargantes componen un argumento desvaído, caprichoso, pero sobre todo interpretado por unos actores a los que se ha pedido un estilo de sobreactuación que recuerda con demasiada insistencia a las peores películas de los Ozores y compañía, gesticulando exageradamente, subrayando sus frases con muy poca gracia y perdidos en una estructura que quiere ser coral y se queda en arbitraria. Así, La reina de España se convierte en un ejemplo diáfano de ese fenómeno que consiste en que la forma acaba devorando al fondo: las intervenciones de los intérpretes, sus parlamentos y las situaciones ridículas en que se ven inmersos –incluidas insistentes y bochornosas bromas sobre la homosexualidad– oscurecen las intenciones críticas del conjunto, dirigidas contra el franquismo en uno de los momentos cruciales de su asentamiento internacional. Porque da la impresión de que a Fernando Trueba, guionista en solitario esta vez, se le ha ido la mano con la sal gruesa y ha convertido un fresco histórico en una parodia grotesca y además interminable. No hacia falta tanto tiempo para contar algo tan falto de nervio y convicción. Y con este nuevo desliz, que se supone habría que defender para no coincidir con la ultraderecha rampante, el cineasta ha perdido buena parte del crédito que había recuperado hace cuatro años con su obra anterior, la excelente El artista y la modelo (2012).
FICHA TÉCNICA
Dirección y Guion: Fernando Trueba. Fotografía: José Luis Alcaine, en color. Montaje: Marta Velasco. Música: Zbigniew Preisner. Intérpretes: Penélope Cruz (Macarena Granada), Antonio Resines (Blas Fontiveros), Jorge Sanz (Julián Torralba), Santiago Segura (Castillo), Loles León (Trini), Javier Cámara (Pepe Bonilla), Rosa María Sardá (Rosa Rosales), Neus Asensi (Lucía Gandía). Producción: Atresmedia Cine, Fernando Trueba P.C. (España, 2016). Duración: 128 minutos.
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