Me he hecho fiel cliente de un supermercado. A veces discuto con familiares y amigos sobre las razones de esa fidelidad.
A las puertas del súper encuentro a diario y a cualquier hora a un hombre mayor amarrado a su acordeón y sentado en una silla de enea. La melodía que emite su instrumento resulta en aquel espacio entre anacrónica y sorprendente.
La gente acude con sus bolsas vacías y sale con sus bolsas repletas, pero casi nadie en el acordeonista y muy pocos le dejan una moneda.
Me ha dado por pensar, y hasta creer, que interpreta su música para mí, para que no me olvide, más allá de lo que consumo, de lo verdaderamente importante. De hecho, alguna vez que le he sorprendido en compañía o deambulando en torno a su silla, al verme ha corrido a sentarse, a acomodar su instrumento y a iniciar los acordes de su reivindicación permanente.
O bella ciao, bella ciao, bella ciao, ciao, ciao.
Una mattina mi sono alzato.
E ho trovato l’invasor.
O partigiano portami via.
O bella ciao, bella ciao, bella ciao, ciao, ciao.
O partigiano portami via.
Che mi sento di morir.
Esa es la sinrazón que explica mi adición al supermercado. No me atrevo a proponer que al acordeonista le asignen un sueldo y le ahorren el recurso a la limosna. Un partisano no merece ese desprecio.