La victoria del temblor

El hombre, ya mayor, se acercó al paso de peatones. Su semáforo permanecía inmutable, en rojo, mientras los vehículos transitaban la calzada sin pausa y a sus anchas. Cansado de esperar el turno automático para los ciudadanos de a pie, se aproximó al poste y encontró el interruptor que podía sacarle de la inmovilidad. Lo observó a distancia, tal vez temeroso de un calambre; levantó el paraguas y apuntó a su objetivo, pero el temblor de sus manos le impidió hacer blanco en el botón. No se movió de su sitio. Impasible, insistió con el paraguas, una y otra vez, incapaz de encontrar el punto deseado. El hombre rehusaba apretar sus manos sobre el artilugio, como si esa decisión equivaliera a reconocer su derrota. Los temblores negaban la eficacia del puntero, hasta el justo momento en que el hombre sonrió. Acudió al borde de la acera, esperó la luz verde del semáforo y cruzó satisfecho la calzada. El temblor no le había privado de tesón. Al contrario: se lo había incrementado.

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