Cuando hablamos de medios de comunicación, ¿a qué nos referimos?
¿A la prensa, la radio, la televisión, los digitales, las redes sociales, cualquier otro instrumento de difusión y contacto entre personas…? En estos tiempos de confusión e instantaneidad, en los que se difumina e incluso se desprecia el papel de los intermediarios frente a la exaltación de la pretendida comunicación directa entre individuos, grupos o lo que venga, ¿cómo se debe plantear la reflexión en torno a eso que algún día fueron los medios de comunicación sin más explicaciones?
El asunto ya resultaba complejo. Los medios de comunicación eran, por una parte, el resultado de una actividad empresarial o económica y, por otra, un instrumento imprescindible para la difusión de los asuntos de interés general y para la creación de la opinión pública, lo que los convertía en garantes del derecho de los ciudadanos a la información y, a partir de ahí, del propio proceso de articulación de las sociedades democráticas.
¿Cómo debían actuar ante ellos los poderes públicos? Por una parte, con el respeto debido a una iniciativa que exigía inversiones y propiciaba empleo y, por otra, con el reconocimiento (teórico y práctico) de una actividad de alto valor cívico; también, con la atención e incluso la prevención de quienes podían convertirse en un instrumento de poder al servicio de intereses de muy diverso pelaje. Con esas actitudes, los representantes de los medios consiguieron un alto poder de negociación en beneficio de sus actividades directas o indirectas, alcanzaron la categoría de cuarto poder, obtuvieron ayudas y subvenciones, así como el respaldo de sectores económicos poderosos, con sus consiguientes contrapartidas. Como factor compensador en algunos lugares y periodos surgieron como garantía de neutralidad medios impulsados por el sector público, que, luego, en muchos casos se transformaron en meros instrumentos sometidos al poder político.
En cualquier caso, exhibiendo su relevante papel institucional, los medios nunca se dieron por satisfechos en sus demandas a los gobiernos democráticos y los periodistas, actores fundamentales en estos conglomerados, reivindicaron su insustituible función social avalando la idea preestabecida: la dimensión institucional de una actividad en su mayor parte privada y rentable por múltiples vías.
La evolución de las sociedades democráticas, bajo el control de una ideología supuestamente liberal, ha abocado a una situación que provoca perplejidad. Para hacerse una idea, se recomienda la lectura del artículo de Enrique Bustamante Un gobierno progresista, pero neoliberal en lo audiovisual, publicado en elDiario.es, donde se pone de manifiesto cómo el actual Gobierno de España solo considera a los medios de comunicación desde la perspectiva puramente empresarial, ajena por completo a cualquier otra consideración relacionada con su función social y las obligaciones derivadas de su inequívoca actividad pública.
Para mayor claridad cabe recomendar la entrevista concedida a El País por el presidente interino de Prisa SA, Joseph Oughourlian, porque hay cosas que no se pueden decir de manera más clara. El máximo accionista de la editora de El País, la SER, etc. resume de manera categórica su interés en el grupo que ha representado desde su nacimiento en 1976 la propuesta más seria de los medios de comunicación españoles: “Yo he venido aquí para ganar dinero”. ¿Se podía esperar otra cosa del dueño del fondo de inversión Amber Capital? No, porque ese es su objetivo y esa su razón de ser o, al menos, de estar. ¿Pero se podía esperar una confesión tan nítida de quien representa a la institución que ha alardeado de su compromiso con la sociedad española?
El grupo Prisa se quiere construir en estos tiempos, según explica su actual máximo portavoz, sobre una estrategia: ser la alternativa a las fake news, lo que requiere defender la independencia de Prisa. No por el compromiso ciudadano o la responsabilidad del grupo de comunicación más relevante del país, sino porque “si perdemos nuestra independencia, yo como accionista voy a perder muchísimo valor”. Lo ratifica: “yo, por ser financiero, soy la persona para quien la independencia de los medios es más fundamental”.
Pero si el objetivo exclusivo es el beneficio (el valor), la pregunta del periodista parece obvia: ¿Cuál es el horizonte para vender? “Es algo difícil para un financiero contestar a esta pregunta. Todo depende del precio y del horizonte de tiempo”.
¿Cómo hemos podido entregar la articulación de un derecho ciudadano a los dueños de un negocio en el que impera de manera absoluta, sin matices, el interés económico? ¿Siempre fue así? No, al menos, con esta desfachatez. En pura lógica, el sometimiento del derecho ciudadano a los intereses económicos otorga al rigor o, si se quiere, a la verdad un valor meramente instrumental y, por tanto, pueden ser conculcados impunemente si contravienen al valor absoluto al que se refiere Joseph Oughourlian.
Ese es el estado real de los medios de comunicación. Puro negocio por la vía confesable (la de la publicidad o los ingresos de los suscriptores) o la inconfesable, la de las coimas y la extorsión, por ejemplo, de algunas cabeceras, digitales o no. “Hay quienes negocian los ingresos con una pistola encima de la mesa”, comentó hace unos pocos años el director de un medio digital para explicar cómo comerciaban con sus dossieres algunos colegas. Otros lo hacen dopados por quienes se benefician de sus tergiversaciones o mentiras.
Por eso, cuando hablamos de los medios de comunicación, ¿a qué nos referimos?
Dejaremos para otro día cómo han pervivido y cómo han defraudado los considerados públicos. Tal vez, más necesarios cuando se analiza todo lo anterior que cuando se los mira a ellos cara a cara. Aquí alguna vez se hizo.