“Hoy el sistema financiero se ha convertido en buena medida en un fin en sí mismo y a la vez en un poder fáctico mundial más poderoso que ningún otro”. Esto es verdad, lo diga Agamenón o Santiago Carrillo, a quien pertenece la frase; sobre todo si en ese sistema se incluye a los especuladores financieros que sobrevuelan sobre el aparato a los que podemos acceder los seres humanos. O sea, si el mundo fuera como la iglesia católica, los especuladores serían Dios y el aparato financiero, el Vaticano o el papa. Para entendernos.
Santiago Carrillo concluye su análisis, ¿Es posible una reforma global del capitalismo?, con una conclusión: “Si la política no es capaz de cortar las excrecencias cancerosas que se han desarrollado en el sistema capitalista, estableciendo nuevas reglas de nacionalización, los sufrimientos que tanta gente padece no habrán servido para nada. Y la democracia perderá vigor y prestigio”.
Vale, aunque, tal vez, esas excrecencias, desde la perspectiva de un viejo comunista, debieran interpretarse como segregaciones naturales del capitalismo y, en ese caso, ¿por qué confiar aún en la más mínima posibilidad de reforma?
Quizás por puro voluntarismo, porque tal vez fuera de él no haya vida, porque no existe poder en otro sitio, porque todo lo demás es impotencia…
¿O eso o nada? Basta la disyuntiva para decidir la respuesta: nada. Mejor no preguntar, que no se enteren. Y entre tanto, animar pequeños sueños en lugares pequeños, en tiempos pequeños, pero inconformes, contradictorios, rebeldes…
