
Los políticos aguantan mal la crítica de los medios. Los medios tampoco soportan la de los políticos.
La primera frase no admite excepciones. La segunda requiere matices: a veces, algunos medios aceptan críticas que se dirigen a su competencia, aunque, casi siempre, la endogamia y el corporativismo afloren incluso en esas circunstancias.
Pablo Iglesias, que supuestamente había acudido a la Universidad Complutense a presentar un libro (En defensa del populismo, de Carlos Fernández Liria) a mayor gloria de Podemos, adoptó ante un auditorio afín su tono alegórico, paternal y cómplice, condescendiente con las limitaciones de la inteligencia ajena. Y llevó las palabras al terreno de las parábolas.
La gracia le cayó, sobre todo, a Álvaro Cortázar, periodista de El Mundo. Pablo Iglesias vino a decir, con él como ejemplo, que los medios imponen su línea editorial por encima de la información y los informadores, e incluso de la independencia o la neutralidad, y que los periodistas se ajustan al guión, porque “las cosas son así”. O sea, de Perogrullo.
Sin embargo, al dirigente podemita le gusta el adorno, el guiño, la supuesta complicidad y cierto afán presuntuoso; por eso añadió que, pese a lo dicho, en el trato de los periodistas obligados a ser críticos con Podemos había una cierta relación sexi, freudiana, psicoanalítica; felizmente incestuosa (esto es mío).
De aquellas expresiones surgió una reacción profesional y otra académica. La primera, de periodistas presentes en la sala, de otros muchos que se sumaron después e incluso de algún editorial solemne en las horas posteriores, contra Iglesias. La segunda, de los universitarios que cubrían sobradamente el auditorio, a favor.
El político agradeció los aplausos para anunciar que los medios no los reflejarían, tras argüir que el ámbito académico es el de la reflexión y la filosofía, no el del narcisismo periodístico (también mío), pese a lamentar que no se hubiera entendido su recado; justo y sabio, por supuesto.
En la mayoría de los casos la reacción de los medios contra Pablo Iglesias ha sido tan poco autocrítica como excesivamente crítica con el acusado. Y éste decidió plegar velas veinticuatro horas después, pese al propósito inicial de no enmendalla.
Pablo Iglesias podía haber errado antes, en su argumentario respecto al componente sexi, freudiano o psicoanalítico de la relación entre los periodistas y Podemos, una simple soplapollez solemnizada en el ámbito del pensamiento y la filosofía. Y sobre todo, al despachar la cuestión de fondo con una pirueta, el mero despecho o el tono parabólico, tan eclesiástico (relativo a Iglesias) y acusica.
Sin embargo, el escándalo de los periodistas se antoja inexplicable: con lo que aguantan a diario (los desplantes del poder real y de los dirigentes que los ningunean, las condiciones que les imponen, la instrumentalización a la que los someten, el desprecio laboral…) convendría elegir mejor el momento de sus bravatas. Estas suenan a gratuitas y, lo que es peor, a cómplices con quienes más abusan de ellos.
Por eso, de los medios y sus editoriales, mejor no hablar.
