Si a alguien se le ocurre una gilipollez y le parece ingeniosa, tal vez pueda aspirar a pensar que tiene pensamiento propio.
Si se le ocurren dos gilipolleces y reincide en su capacidad ingeniosa, quizás pueda empezar a considerarse una persona con talento.
Si se le ocurren tres y, en consecuencia, triplica su propia autoestima, puede verse impelido a solicitar plaza en algún foro tertuliano.
A partir de ahí el proceso se hace reversible: las gilipolleces dejarán de ser un factor casual de reconocimiento para convertirse en una obligación orientada a satisfacer las expectativas que los medios de comunicación, cada vez más necesitados de gurúes domésticos, exigirán a sus referentes del pensamiento in-dependiente para atender la creciente demanda de la audiencia.
Unas aptitudes o capacidades socialmente supervaloradas abocarán así no tanto al pensamiento autónomo como al pensamiento estúpido.
¿En eso estamos?
Miren alrededor. O relean simplemente la gilipollez precedente que alguien (la firmante, por ejemplo) consideró ingeniosa.