Pedro Sánchez presume de la evolución de la economía española durante su corta etapa al frente del Gobierno. Las cifras comparativas que explicita se refieren al tercer trimestre de 2018 (a lo sumo, al segundo semestre, según los casos), porque en ese período ha ejercido como presidente y existen datos oficiales equiparables. El sabe, sin embargo, que los efectos de las políticas económicas no se advierten de la noche a la mañana, por lo que al adjudicarse esos méritos en buena parte usurpa los que corresponden a otros y, además, asume una consecuencia lógica: si se presume de lo conseguido, habrá de arrogarse también los fallos de la gestión sin la excusa habitual de la “herencia recibida”.
Todos hacen lo mismo. Rajoy acusó a Zapatero de un legado nefasto, que en buena medida fue producto de políticas aciagas suscritas por Aznar (en particular, las relativo a la ley del suelo y su derivada la burbuja inmobiliaria), que heredó a su vez una decadencia iniciada en la etapa final de González, tras un primer periodo sin precedentes (por satisfactorio). Suma y sigue: ahora Sánchez expone la superación del legado de Rajoy a la carrera, sin tiempo para asentar ningún nuevo compromiso o, si se quiere, por arte de magia.
Cabe reconocer y valorar algunas medidas concretas adoptadas, de cuyas intenciones quizás no se pueda dudar, pero cuyos efectos solo se podrán evaluar transcurrido un tiempo. Por ello, respecto a los datos macroeconómicos será mejor reconocer que las cosas han ido evolucionando en los últimos meses por motivos supranacionales e internas y como consecuencia también de las políticas económicas anteriores, pese a todos sus posibles defectos y a las legítimas y razonadas críticas que merecieron, merecen y merecerán.
O sea, más sosiego, menos prisas, más cautela. En primer lugar, porque los ciudadanos lo merecen, y además, porque el paso del tiempo se encargará de corregir los optimismos apresurados. Esto también siempre fue así. Y luego vienen los batacazos.
