Tras las elecciones del 26J los medios de comunicación abanderan mayoritariamente no solo un gobierno del PP sino también la candidatura de Mariano Rajoy a su presidencia.
Dentro de las filas de El País –tan condescendiente con ambas tesituras– su voz tal vez más lúcida, la de Soledad Gallego Díaz, aboga por lo contrario. Y no tanto por razones políticas como por estrictos motivos democráticos.
Un personaje que ha protegido la corrupción en su partido hasta límites hediondos y amparado abusos (calificación indulgente a todas luces, para evitar la injuria) como los perpetrados por el ministro del Interior no puede ser la máxima autoridad ejecutiva del país. Salvo desprecio absoluto y definitivo al propio Estado, el que se dice de derecho.
Los restantes partidos están obligados, por tanto, a impedir que esa posibilidad se cumpla, so pena de incurrir en la misma vileza, en lo que hasta ahora han rechazado. No se trata de una cuestión de intereses partidistas, sino de Estado, de principios, de defensa de la dignidad de los mismísimos ciudadanos.
Por lo menos, a la vista de lo poco que nos queda, ¡eso!
En un estado mínimamente razonable los votos pueden avalar disparates, pero los votos también pueden descartarlos. El desatino sólo se hace irrefutable mediante la mayoría absoluta y, en ese caso, la indecencia afecta a todos los que la conforman. A todos los que lo permiten.