Renglones torcidos (prólogo)

“Me lo decía mi abuelito, me lo decía mi papá, me lo dijeron muchas veces y lo olvidaba muchas más”. De las muchas cosas que esta estrofa de Paco Ibáñez me recuerda hay un axioma –por eso lo tomé en su momento– que siempre me pareció en sí mismo incomprensible: “Dios escribe derecho con renglones torcidos”, me repetían con tanta convicción que yo hube de aceptar como una verdad irrefutable.

Según aquel principio era Dios, nada menos, quien provocaba que me estampara contra el suelo, sin advertir la zancadilla, después de haberme negado a comer el tocino del cocido; era Él quien se zampaba la leche condensada al baño maría y dejaba el bote vacío por haberme enfurruñado con mi madre a cuenta de unos deberes obstrusos; era el Santísimo el responsable del azote que me propinaba el cura a cuenta de las burlas inferidas por mi hermano porque, antes, y sin que el reverendo pudiera saberlo, yo había remoloneado a la hora de acudir a la iglesia aquella mañana tan fría. También alguna vez encontraba recompensas donde y cuando menos esperaba, aunque en esos casos me importaba menos aquella explicación incomprensible. Así eran la justicia divina y el Dios mismo.

En todo caso, en lo bueno y en lo malo, me acostumbré a no discutir e incluso a dar por buena aquella máxima, porque mi abuelito y mi papá solían inculcarme enseñanzas asombrosas que asumía sin rechistar por razones obvias. La fórmula elegida por las deidades me ayudaba a entender el mundo que empezaba a vislumbrar o, al menos, me estimulaba a explicarlo. Si los renglones torcidos eran la escritura de los dioses, resultaba natural que los mortales justificaran sus garabatos torcidos como mera imitación de la divinidad. Desde otra perspectiva, cómo iba a molestarse el Altísimo por el hecho de que los bajitos trataran de emularle.

De ese modo debía aceptar –eso supuse yo– las curvas, las escaleras, la asimetría e incluso los borrones, para los que tenía una extraordinaria habilidad. Pero no, volví a topar con mi abuelito, con mi papá e incluso con dios. Lo que ellos pretendían transmitirme era algo bien distinto: sólo la divinidad podía conseguir que lo torcido deviniera en derechura, mientras que los humanos están siempre obligados a buscarla por medio de líneas rectas. Por eso tuve que ingeniármelas para no sucumbir a mi torpeza y me acostumbré a escribir con la ayuda de una regla que apretaba sobre el papel con la mano izquierda, paralela a la línea superior, para conseguir la rectitud exacta con la derecha.

Gracias al manejo riguroso de la regla pude proclamar que los renglones torcidos resultaban antiestéticos e incluso inmorales, y que aspirar a través de ellos a la perfección o a la excelencia, como se dice ahora, podía constituir un pecado de soberbia; de übris , según aprendí más tarde, cuando me tocó estudiar el idioma y el pensamiento de los griegos. El uso de la regla resultaba incómodo y ralentizaba la escritura, porque obligaba a repasar lo escrito para añadir a las letras incompletas los rasgos de la f, la g, la p, la q o la y griega, que se prolongaban bajo la línea insalvable del plástico reglado, y las jotas, que había que trazar enteras para conseguir un trazo continuo sin remiendo.

De aquella época y de hábitos como éste que acabo de relatar procede mi funesta incapacidad para entender la sociedad en la que vivo: el sistema político, jurídico y administrativo que me envuelve, las doctrinas que se empeñan en definir el rumbo colectivo o los líderes que tratan de dirigir nuestro destino. Nada de eso responde a aquellos devaneos infantiles: la necesaria rectitud de las pequeñas decisiones para alcanzar la probidad de las mayores y, en esa línea, la máxima exquisitez de las mayúsculas.

Cuando ahora me explican que la suma de renglones torcidos garantiza la libertad, la legalidad y la fraternidad me acuerdo de mi abuelito y mi papá. Pero ya no me lo creo. Los creía a ellos, por ser quienes eran y porque el nombre de Dios asustaba mucho. El de quienes pretenden ejercer como sus sucesores impone menos. Por eso me niego a aceptar que ese axioma rija para justificar las estructuras sociales, los sistemas políticos, el régimen jurídico, las relaciones de poder e incluso de dominio, el ejercicio profesional de los sectores con mayor influencia social (incluido el periodismo al que he dedicado la mayor parte de mis horas, que ya son bastantes) y casi todo lo que tiene que ver con la organización y el funcionamiento de la sociedad.

Me niego a aceptar una sociedad basada en los renglones torcidos, porque el suplicio de la regla marcó mi pubertad e incluso mi adolescencia, y aunque sólo sea para no tener que renegar de tanto sacrificio, me siguen repugnando las líneas quebradas o asimétricas, las curvas irregulares y los borrones; esto es, los renglones torcidos. Ya sé que en aquellos años de mi infancia primaba lo ilógico sobre lo racional y, de paso, el totalitarismo sobre lo razonable. Y ya sé que hoy en día sesudos pensadores, a alguno de los cuales incluso respeto, han llegado a la conclusión de que la organización social perfecta no sólo es imposible sino que, de serlo, respondería a una concepción totalitaria, porque las utopías verdaderas obedecen a esa pretensión absolutista, propia del único dios verdadero o de algunos dioses arrejuntados.

Desde mi pequeño punto de vista: ¿Acaso ya no tiene sentido escribir derecho? ¿La regla que tanto me ayudó es, o quizás ya era, una estupidez? ¿Por qué yo mismo no redacto mis propias tonterías completamente derechas sin la muleta del cartabón? ¿O será que Dios no existe y que algunos listos han usurpado su escaño para decirnos que ellos también escriben derecho con renglones torcidos? ¿Estoy obligado a creerlos como si fueran mi abuelito o mi papá?

 

Artículo anteriorWikileaks: el periodismo débil
Artículo siguienteRenglones torcidos (prólogo)