¿Satisfecho? Para no estarlo…

En los últimos años en más de una ocasión me han preguntado de qué actividad, entre cuantas me ha tocado desarrollar o he podido emprender, me he sentido absolutamente satisfecho. Me incomoda ese tipo de preguntas que parecen anunciar la hora del crepúsculo, que enfrentan el amor a mamá con el de papá y que obligan a una autocomplacencia ajena al sentido crítico o al prudente relativismo de mis normas de estilo. Me incomoda, en fin, porque tiendo a pensar que todo lo hecho, poco o mucho, esconde siempre algún motivo de insatisfacción ya sea porque se pudo hacer mejor o porque, en casi cualquier circunstancia, siempre cabe la duda de si había otras alternativas en algún apartado más adecuadas.

Sin embargo, en los últimos años, ante alguna requisitoria redundante de ese jaez, he explicado en primer lugar que mis mejores tareas han sido fruto de la casualidad y la fortuna y, sobre todo, de la gente con las que pude compartir responsabilidades y autoría. A partir de ahí he podido urdir una respuesta honesta.

Al final de un preámbulo tan extenso y barroco, en más de una ocasión ya me he atrevido a responder que ningún trabajo me ha satisfecho tanto como Esperanza. No por la calidad de la narración o la recopilación de los datos necesarios para completar el relato de una vida impresionante., sino por la casualidad que me llevó a conocer a una mujer que aún me impresiona y emociona, por el tiempo dedicado a la tarea, por los compañeros que acogieron la iniciativa y desbordaron mis mejores expectativas y, sobre todo, porque había un objetivo prioritario, muy superior al mero hecho literario, reivindicativo o testimonial e incluso por encima de cualquier ambición o expectativa personal. A fin de cuentas, el libro era la excusa, el instrumento necesario para rendir homenaje a Esperanza Labrador, para reconocer y difundir su bravura, su coraje, hasta lograr que un amplio número de personas pudiera reconocer púbicamente la inmensa dignidad de una mujer insobornable e imprescindible. Para que un día, al menos en un día, los propósitos cristalizaran y la única protagonista de esta historia ejemplar recibiera públicamente y sin ambages el respeto, la admiración y el cariño de quienes ya no podrían dudar de haber conocido el estruendo de sus risas y el desgarro de sus llantos.

El hecho admirable era y será Esperanza un símbolo majestuoso de la dignidad que habitaba a nuestro lado, sin nosotros saberlo, con una carga de resistencia y entusiasmo inabarcable para la mayoría de quienes la ignorábamos. Aquel objetivo se transformó en una obligación moral.

Por esas razones la satisfacción profesional o literaria, o como se la quiera denominar, se transformaba en un asunto íntimo, en una cuestión personal, y, sobre todo –para seguir en el asunto que trataba de explicar–, trasladaba la dimensión de lo satisfactorio a la percepción que el trabajo provocara a la verdadera protagonista del relato y a la acogida que Esperanza pudiera percibir, al cariño que ella pudiera sentir y disfrutar. El libro solo podía asomarse a la emoción y al reconocimiento que ella merecía.

Después de lo vivido en aquellos días de septiembre u octubre de 2011, no hubo dudas. Esperanza fue feliz al sentirse reconocida en Esperanza, al saberse respetada y admirada por personas a las que quería de antemano: el juez Garzón, Iñaki Gabilondo, Olga Viza; por otras que le ofrecieron un firme abrazo: Blanca Rosa Roca, la editora del libro, o Cristina Almeida –pura casualidad–, que la rescató de un tropezón cuando se dirigía a la mesa presidencial del salón de actos, abarrotado, de la Casa de América, en medio de una ovación que aún eriza mi memoria; por todas las que se entregó a las risas y a las lágrimas que ella era capaz de alternar sin transiciones., por todas las personas que la reconocieron por la calle cuando aparecieron las múltiples entrevistas –excelentes, muchas de ellas– que le dedicaron periódicos, radios y televisiones, gracias a la labor de Silvia Fernández. Detrás de todo y de todos estuvo siempre, y sigue estando, Manoli.

Por todo eso Esperanza, como he acabado reconociendo a los más recalcitrantes en los últimos años y en más de una ocasión, es el trabajo más satisfactorio de todo lo que he hecho o emprendido, poco o mucho, por la casualidad y la fortuna, por el estímulo de otras personas con las que compartí el empeño y, en definitiva, porque el objetivo era justo y alcanzó lo que creíamos necesario. Aquel empeño hizo feliz a muchos y, sobre todo, a Esperanza.

Para no estar satisfecho…

 

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