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¿Se va Trump? No, ya se ha ido.
¿De verdad? ¿De dónde?
Joe Biden ha tomado posesión de la presidencia de Estados Unidos. Donald Trump ni siquiera ha comparecido en el acto más solemne de cada cuatrienio, como exigía, antes que el protocolo, la buena educación. Nunca la tuvo, nunca se la dieron, pero llegó a donde llegó con el voto de más de 62 millones de ciudadanos y de donde se ha ido con el voto de más de 74 millones de ciudadanos.
Sus últimos días resultaron funestos para todos los ciudadanos, estadounidenses o no, porque lo que ocurre en aquel país repercute más allá de la sede del imperio. Por eso, Manuel Vázquez Montalbán decía que en las elecciones norteamericanas deberíamos votar todos los directamente afectados por sus resultados.
Pues eso, días funestos, estos últimos, en los que propio Trump envió a un buen puñado de los suyos a los tribunales y se condujo a sí mismo al ocaso político personal. Hoy no cabe pensar en una reaparición exitosa de Trump. En sus últimos días como presidente cavó su propia fosa política.
¿Derrotado? Esa es otra cuestión. Algunos lo aseguran. ¿Tras haber cosechado 10 millones más de votos que cuatro años atrás?
Quizás no sea solo cuestión de cifras. Cabe pensar –tal vez, temer– que el trumpismo, aun entrando en recesión en su lugar natural, no solo resistirá sino que incrementará su amenaza en muchos lugares del mundo. Su expansión en los últimos años resulta espectacular en las repúblicas bananeras y, también, en muchas otras a las que todavía consideramos respetables, o casi.
Lo explicaba mejor Sami Naïr en un artículo, El trumpismo más allá de Trump, publicado en El País. «Quizás el mejor acercamiento al fenómeno Trump, y a su legado en el vocabulario político, no se halle en la persona concreta, sino en una corriente, un hilo transversal anejo a todo sistema político, en especial, al imperfecto sistema democrático: una tendencia neurótica-fascista siempre latente en las democracias, que puede brotar en condiciones propicias o mantenerse escondida colectivamente en situaciones de respiración normal del vínculo social. Una corriente que se pone de relieve, por ejemplo, más allá de la proliferación de los partidos de extrema derecha, en nostálgicos militares protogolpistas, en el comportamiento arbitrario de algunas fuerzas policiales, en el aliento del odio ácido contra el otro dentro de la sociedad civil, etc. Factores e idearios que hacen, a su vez, posible ver emerger una figura trumpista dentro del espectro político».
Sí, es verdad que «el personaje, ahora vencido por sus obstinados despropósitos y la resiliencia de las instituciones democráticas, dejará en breve las luces de la escena; pero la desestabilización encarnada y trabada por él sobrevivirá. Son millones los creyentes de la salvación trumpista —sin contar con un partido republicano corresponsable de un comportamiento criminal perturbador del orden constitucional». Millones se ven empujadas a ese desvarío «por un mundo que sigue hostigado por las desigualdades, la ausencia de esperanza social, la rabia legítima de los excluidos y marginados».
«El trumpismo no es solo un movimiento político de un fanático multimillonario y experto en comunicación desinhibida por redes sociales. Es, ante todo, el fruto de una cosmovisión latente, lista para ser manipulada y encumbrada, que embarca todas las frustraciones albergadas en democracias enfermas».
Cuesta aceptar, así, de golpe, de un día para otro, que haya sido derrotado. Al contrario, más vale saber que su amenaza permanece. Y que va siendo hora de evitar los motivos y las tergiversaciones que la impulsan.
Entre tanto, seguirá latente el final del análisis de Sami Naïr: «Desaparece el payaso, queda su huella».
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