Leo el artículo titulado “La erosión global de la democracia avanza”, firmado por Andrea Rizzi y publicado en El País, y me vengo arriba.
La democracia por sí misma no basta para resolver los problemas de igualdad que afectan a todas las sociedades; o, si se quiere, a la inmensa mayoría de los países del mundo.
Los sistemas reconocidos como democráticos requieren, para serlo verdaderamente, un impulso (o mucho más que eso). Necesitan reforzar en mayúsculas todo lo que se refiere al “demos”.
¿Qué elemento debe ser prioritarios en ese impulso?
La igualdad como objetivo previo e ineludible reconocer el carácter democrático de un sistema político; o sea, asumir en toda su radicalidad que sin igualdad no hay libertad y que, sin lo uno o lo otro, no hay democracia.
La sociedad democrática no puede limitar los derechos que supuestamente reconoce a unas clases o sectores determinados, sino también, y de manera muy especial, a quienes parten de una situación de exclusión o sienten el desencanto de sus legítimas expectativas frustradas.
La voluntad de transformar la realidad socioeconómica de partida, la existente en la actualidad, implica un reparto real y progresivo de la riqueza en beneficio de los estratos más depauperados de la sociedad y en detrimento de los más adinerados.
La exigencia de transparencia obliga a los poderes públicos sin recovecos ni excepciones. Por eso deben permanecer siempre prestos a explicar las medidas a adoptar sin otro afán que la claridad y la transparencia, lo que puede implicar el reconocimiento de las dificultades reales e incluso los fracasos en la gestión. Solo así cabe una verdadera participación democrática.
Los actuales sistemas pretendidamente democráticos han convertido en individuos antisistema a buena parte de los desplazados, excluidos o simplemente decepcionados por las políticas desarrolladas o por la negación de explicaciones a los afectados.
En el nuevo planteamiento resulta imprescindible la abolición de la política del chalaneo entre las formaciones políticas, de la ocultación de las decisiones o consecuencias de las medidas adoptadas, de las componendas carentes de transparencia en aras de supuestos beneficios parciales o partidistas, del encubrimiento de negociaciones ocultas, de la consideración del ciudadano como cliente –en lugar de dueño– de los servicios públicos…
– Ya, ya.
Todos sabemos que ese plan resulta tan quimérico e imposible como absurdo. Sin embargo, solo desde estos principios se podrá evaluar y valorar si la sociedad camina a la búsqueda de la democracia o, tan solo, al intento de simular esa pretensión ocultando otros intereses.
En cualquier caso, resulta imprescindible un esfuerzo pedagógico extenuante a la búsqueda de unos mínimos objetivos razonables. Para que quienes ya se sienten o pueden sentirse excluidos del sistema vigente y han perdido la más mínima confianza en él, recuperen la legitimidad de reclamar desde dentro una profunda transformación de la desigualdad vigente. Los partidos que se denominan de izquierdas en muchos casos los han defraudado, descalificando sus legítimas reivindicaciones o priorizando a otros sectores por meros intereses electorales.
Cualquier camino de transición, empezando por el del propio sistema democrático, reclama transformar, desde dentro y de facto, el sistema político vigente. Solo así se podrá trasladar confianza a la sociedad y ampliar las expectativas de una parte muy relevante de ciudadanos. Y todo ello habrá de hacerse actuando dentro de un contexto internacional imprescindible.
Empecemos por el principio:
Por– «Queridos Reyes Magos…».