Los oráculos acrecentaban su propia reputación mediante predicciones basadas en el enigma o la vaguedad. En esta época aparentemente seducida por la ciencia, aunque en ella triunfen la Cienciología y otros muchos sucedáneos de las religiones tradicionales, se reclaman predicciones contundentes que ratifiquen que, en frase de Montaigne, “uno cree más firmemente en aquello que menos conoce”. Sin embargo, abocados a esa tesitura, en vez del sucedáneo de los profetas pseudocientíficos y laicos, quizás resulten más fiables los brujos de siempre.
Kiko Llaneras, que cita al escritor renacentista, opta por una fórmula más liviana: la de introducir entre emisores y receptores de las predicciones demoscópicas el principio cartesiano de la duda metódica –a fin de cuentas, heredera del citado Michel Eyquem– como garante no tanto de la existencia como de la inteligencia individual y colectiva.
En Los límites de las encuestas, artículo del mencionado Llaneras en El País, se lee: “Quienes participamos del debate público no fallamos tanto por hacer malas predicciones (…), sino por hacerlas demasiado rotundas. No transmitimos algo con la fuerza suficiente: la idea de incertidumbre”. Y sigue: “Los sondeos, en definitiva, como los datos y la teoría, a veces pueden reducir la incertidumbre, pero nunca evaporarla. Es un reto para el debate público comunicar esa incertidumbre. Las personas rechazamos la duda por naturaleza —seguramente por buenas y biológicas razones—. En nuestras cabezas actúan un montón de atajos cognitivos contra ella. Las explicaciones simplistas nos resultan más convincentes; y somos máquinas de conectar causas y efectos sin mucho fundamento”.
Quizás estas recomendaciones no sirvan para explicar el fracaso de las encuestas en las últimas elecciones, pero sí para orientarnos en nuestras próximas reflexiones y decisiones. Entre otros motivos, porque “además, tendemos al exceso de confianza: el 93% de los conductores estadounidenses piensa que conduce mejor que la mayoría”.
Y así nos va: de piñazo en piñazo.