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Al Gobierno le cayeron, sin preverlo ni pensarlo, dos tsunamis suficientes por sí mismos para hacerle naufragar.
El coronavirus llegó sin aviso previo ni tiempo para haber corregido la despreocupación de las administraciones anteriores por una emergencia tan inesperada como –ahora lo sabemos– predecible o, al menos, no imprevisible.
La crisis de credibilidad de la monarquía pertenece a otro ámbito: no se trata de algo sorpresivo. Las alarmas saltaron hace tiempo, aunque la mayor parte de la sociedad prefirió seguir corriendo, ocultando con las manos lo que anunciaba la vista.
Ahora lo uno y lo otro alarman. La sociedad se encuentra en una situación de máxima inquietud e incertidumbre y la institución con mayor valor simbólico del Estado, entre la espada y la pared.
Sobre la pandemia la realidad empieza a poner de manifiesto que buena parte de la ciudadanía y de sus representantes no aprenden. Los críticos de ayer, los que requerían remedios que excedían a sus competencias, navegan hoy, cuando la plena responsabilidad les corresponde al completo, en la ineficiencia. Los sectores sociales que presionaron para anticipar una salida en falso ahora temen sucumbir ante la terquedad del virus. Todo cambia para que todo siga igual: la prioridad consiste en la búsqueda de chivos expiatorios.
En el otro asunto el Gobierno sugiere que el Rey despida a su padre, que lo largue de la casa familiar, que lo esconda y, en la medida de sus posibilidades, que lo desaparezca del escaparate. El resto de las formaciones se debate entre una reconsideración radical del modelo institucional y el prietas las filas, que recuerda que el rey volvió a España marcado por un designio siniestro –el dedo del dictador– y una ratificación festiva –la Constitución–. Pura contradicción.
La monarquía fue consciente de su precariedad. El todavía Emérito, que había conocido el destierro de su padre y el de la familia de su otrora esposa y siempre reina, pudo temer una repetición de la historia en carne propia. A fin de cuentas, desde su altura se piensa que los súbditos suelen ser volubles y, a veces, justicieros; los mismos términos con los que la literatura rosa diseña a las amantes despechadas. Haylas. En ese vodevil, el personaje clave de la Transición, antes de sumir su condición de postergado y humillado, pensó más en su futuro que en la historia. La herencia no se acumulaba tanto en sus anales como en paraísos fiscales.
Solo la pandemia ha aplacado el estruendo de una monarquía en llamas, por más que se quiera distinguir entre la institución y sus titulares. Un fiasco demasiado grave y demasiado raudo. Apenas el riesgo sanitario consigue rebajar el estallido inevitable. ¿Será por eso por lo que algunos se afanan en alentar la pandemia? Es su escudo.
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