El imán de Bruselas Hocine Benabderrahmane cuenta que la familia de Bilal Hadfi, uno de los terroristas suicidas de París, le fue a ver después de los atentados en los que murieron más de 130 personas. Querían saber si su hijo era un mártir. El imán respondió de manera escueta: “Ni hablar. Era un criminal y punto”.
Hay preguntas que no permiten enmascarar la realidad. Hay hechos que no cabe esconder bajo el camuflaje de la comprensión o de lo conveniente. Lo admitimos naturalmente en el caso de la barbarie de 13N en París, en la del 11M madrileño o en la del 22M de Bruselas, pero guarda relación con otros hechos también dolorosos y cercanos.
Tras seis años de inactividad terrorista por parte de ETA, distintas fuerzas políticas plantean la oportunidad de modificar el régimen penitenciario de los presos de la banda o la conveniencia de que dirigentes que le dieron cobertura puedan integrarse en plataformas políticas legalmente reconocidas. Son asuntos tan relevantes, y tan imprescindibles de ser abordados, que conviene no hacerlo en falso.
La política antiterrorista no tiene que someterse al juicio y la aprobación de las víctimas directas de la violencia etarra, porque el respeto que la sociedad les debe a ellas es de otra naturaleza. No debe haber duda. Sin embargo, las nuevas líneas de actuación con relación a los restos de la organización pueden exigir un paso previo, el reconocimiento por parte de sus integrantes de su condición delictiva y, según el caso, asesina. Y punto. Sin excusas basadas en la comprensión o la conveniencia de cara a una nueva etapa en paz o sin conflicto. Puede resultar duro asumirlo, pero ¿y haberlo hecho?
Esas excusas, esa comprensión o esa conveniencia se quiso asumir en el final de la dictadura y varias generaciones después aún sigue siendo necesario un minuto cero que abra definitivamente el periodo del perdón y la reconciliación. Lo cual no niega la necesidad de acciones que faciliten la rehabilitación y la convivencia, porque esa es la razón de la política, aun cuando la integración más profunda, a la que debe aspirar una sociedad decente, reclame comportamientos más radicales y, también, más honestos, más allá de la ley. El perdón lo merece quien lo reclama; es decir, quien reconoce la culpa.
Y algo de esto se puede trasladar, salvadas las muchas distancias, a la hora de justificar, por ejemplo, a quien ejerció violencia contra otra persona, como en el caso del dirigente de Podemos en Jaén que golpeó al entonces concejal del PSOE en «el ejercicio» de sus discrepancias reivindicativas y políticas. La crítica tiene caminos que la violencia interrumpe. Y necesitamos seguir siendo críticos.