El valor del bulo, la importancia de la mentira mil veces repetida, el interés decreciente de los argumentos, la eficacia inapelable de las emociones, el desprecio de la verdad, el triunfo definitivo de impresión sobre razón; todo ello aboba las estratagemas descalificatorias contra el adversario, impregnan –si no ocupan– el debate político y transforman –digamos, a veces– el debate público en un sinsentido.
Hoy, domingo, el periódico aparece repleto de hechos o comentarios que me incitan a pensar un día más en esa deriva de esta sociedad que, más que de la información o la comunicación, lo es de la imagen. ¿El lenguaje totalitario permite opciones democráticas; es decir, respetuosas con los derechos de los ciudadanos? ¿O pervierte, ya sea efecto o causa del mismo, el sistema que se dice democrático?
