Vivimos un tiempo precipitado. Predomina la instantaneidad de los mensajes y la necesidad de datos efímeros (aunque de ellos se quieran obtener conclusiones definitivas) para modificar el tuit, el reclamo de la web o el comentario de la tertulia. Si la realidad no se ajusta a ese ritmo, surgen los motivos para desconfiar de lo que ocurre o de lo que parece que ocurre.
Algo de eso se advierte en la actual situación política. Mes y medio después de las elecciones del 20D, apenas se ha constituido el nuevo Parlamento, aunque ni siquiera se han adjudicado definitivamente los asientos que ocuparán cada una de sus señorías, porque el reparto inicial, más que una chirigota, parece una represalia con voluntad de perpetuarse (para que no se olvide).
Mientras el rey se empeñaba en buscar candidato a presidente, una buena parte de los medios se lanzaba contra los dirigentes de los partidos por su inacción. ¿En defensa del país o de sus propios titulares? Se hablaba de la urgencia de la estabilidad (aunque todo se tambalee) o la del cambio (aunque todo siga igual). El tiempo de los medios no es el tiempo de la política y, mucho menos, el tiempo de la vida.
Ahora, de repente, han cambiado los ritmos. En tanto haya encuentros, controversias, movimientos; mientras algo aliente la polémica, se puede esperar a la solución. Para la sociedad, las prisas son las mismas.
Un tiempo tan confuso como acelerado, entre la precipitación y el precipicio.