
Se abre el proceso judicial que habrá de resolver la legalidad o ilegalidad del Procés y las responsabilidades penales de quienes participaron en él de manera más directa. Comienza una fase, pero parece que fuera la última y la única, incluso para quienes se han empeñado en reclamar, frente a la respuesta judicial impuesta por el Gobierno español durante mucho tiempo, una salida política para la que el independentismo catalán tampoco se muestra muy dispuesto.
No hay mañana ni matices. No se acepta el juicio inevitable, porque demasiadas decisiones fueron, como poco, equivocadas. Unos provocaron la intervención de la justicia, otros la acapararon en su defensa y todos, cada cual a su manera, niegan ese mantra ingenuo de la división de poderes.
La derecha liderada por Casado y/o Rivera solo acepta el castigo más bárbaro y le repugna la gradación entre instancias diferentes del propio Estado, como las que existen en la sociedad que aún no ha sucumbido a la catequesis ultracionalista de uno u otro bando.
El independentismo exige del Gobierno una calificación benevolente e incluso el desestimiento de la acción judicial, lo que difícilmente se hubiera podido justificar en el origen del desacato y lo que ahora resulta imposible evitar; al menos, por el momento.
El propio Gobierno, que insiste en público en la independencia del sistema judicial, promueve reuniones para decidir la actuación de la Abogacía del Estado[1]. Y, para colmo, en la reunión decisoria participan menos representantes de los órganos concernidos del propio ejecutivo que asesores de imagen.
El caos está asegurado hasta el final del juicio y, en consecuencia, como mínimo, hasta las próximas elecciones. Entonces, con una sentencia firme encima de la mesa, aunque pendiente tal vez de instancias europeas, habrá que hablar en otros términos.
Por lo que cabe anticipar cualquier aproximación a una solución negociable acrecentará la dicotomía radical de estos tiempos de furia. Lo que pueda aliviar en sectores muy numerosos de Cataluña exasperará en otros asimismo muy numerosos de España. Y viceversa.
Los que clamen por distinciones, matices o compases de espera, recibirán la descalificación de estos y aquellos. Así hasta que pasen muchos años.
Lluis Bassets explica la situación bajo una afirmación aparentemente indiscutible: Esto no está sentenciado. Concluye: “Sí, debió resolverlo la política, aunque ahora ya es un argumento envejecido e inservible. Hoy sigue siendo difícil hacer política con tantos políticos en la cárcel a la espera de juicio y será todavía más difícil hacer política en el futuro si alguno de estos políticos tiene que cumplir una larga sentencia de cárcel más tarde. Rajoy dejó el clavo ardiendo en manos de la justicia y ahora la justicia no lo soltará hasta que no haya terminado su tarea. Quien quiera prohibir cualquier medida de gracia quiere que esta agonía se prolongue para siempre.
Exactamente eso es lo que alientan los de uno y otro lado: evitar pasar a la fase imprescindible, la que, superando el conflicto judicial esboce, a través de la acción política, una salida negociable. Algunos han buscado hacerlo en paralelo y ganar tiempo. Pero estos tiempos de furia vetan lo razonable. Si es que esto existe.
[1] Lo explica con claridad el editorial de El País titulado La abogacía y sus criterios: “Los cambios de criterio de la Abogacía del Estado responden a una decisión política, y es en tanto que tal como debe ser juzgada. Si los partidos independentistas mantienen la reacción inicial de considerar insuficiente el gesto canalizado a través de la Abogacía, el Gobierno habría cometido un doble error. Por una parte, habría pagado frente a la oposición un alto coste político a cambio de nada; por otra, habría debilitado su posición frente a los partidos independentistas, al admitir que existen pasarelas entre dos asuntos que deberían permanecer rigurosamente aislados: la negociación de los Presupuestos y el juicio contra unos líderes que quisieron imponer la independencia de Cataluña a una mayoría que la rechaza”.
