A quien quiera acceder a una crítica rigurosa de Hervaciana (Tusquets 2021), la última obra de Gonzalo Hidalgo Bayal, le recomiendo que pase por alto estas líneas y atienda, por el momento, los comentarios que Concha D’Olhaberriague ha publicado en El Imparcial. Fue ella quien coordinó el amplio cartapacio que incluyó la revista Turia, el pasado mes de mayo, en su número 137-138, sobre la obra del escritor extremeño. Pronto vendrán otras referencias imprescindibles; alguna ya anunciada, como la de Álvaro Valverde.
Este comentario se queda en aspectos más superficiales y menos prolijos. Para empezar, como ya es norma en muchos de sus seguidores, en el reconocimiento de que Hidalgo Bayal crea adicción y, en consecuencia, que ya cuenta con lectores tan fieles que podrían pasar por fans, pese a que siga siendo un narrador (amén de ensayista) minoritario, tal vez por propia voluntad –su alejamiento radical y voluntario de la farándula literaria y sus convenciones– o, quizás, porque su estilo colisiona con las normas de los fast foods franquiciados
Ahí radica precisamente la fascinación que provoca, su singularidad: el estilo, que define su mirada y el valor metafórico de sus personajes y sus historias. En esta ocasión el escritor de Higuera de Albalat (o tal vez mejor, de Murania, un territorio reconstruido por su imaginación) regresa a uno de sus espacios recurrentes, el Real Colegio de San Hervacio para rescatar de la memoria alguno de los compañeros de aquel internado, tan real como imaginario.
Los trece relatos y sus correspondientes trece personajes de Hervacianas devuelven al autor a su propia biografía, a su infancia y a su adolescencia. Aquellos compañeros de los que guarda recuerdos fragmentarios, que siguieron caminos dispares o desconocidos por el autor, ofrecen un mosaico de un tiempo y un lugar nada extraños para quien esto escribe. Pero todo ello habla, sobre todo, del autor; no tanto desde un punto de vista biográfico como sentimental. A través de aquellos –en su mayoría– condiscípulos Hidalgo Bayal indaga en las vivencias personales y en su entorno íntimo y metafórico.
Los frailes, los juegos, las ausencias, las normas… hablan de un tiempo y un espacio concretos, pero animan a comprender un mundo aparentemente sencillo pero profundo y complejo, de afectos y rivalidades, de emociones y aspiraciones, que se exponen e interpretan a través de la palabra, de la búsqueda formal que construye y descodifica la realidad y la reflexión en torno a ella.
Gonzalo Hidalgo Bayal propone una manera de entender la realidad a través de la búsqueda permanente de un lenguaje abierto, dinámico, que indaga y matiza, que estimula a mirar desde una perspectiva variable, a favor siempre del matiz preciso y el estímulo a disfrutar del empeño en comprender.
Estas líneas no prenden evaluar o interpretar Hervaciana como animar a leerlo.
NOTA. A sabiendas de que mi capacidad prescriptora merece un crédito muy limitado, añado a mi comentario el publicado, días después de mi reseña, por un crítico que sí tiene reconocida esa capacidad. Dias de escuela, firmada por J. Ernesto Ayala-Dip, es una recensión breve y clara. Dice, por ejemplo: «La escritura de Hidalgo Bayal en este soberbio libro tiene ecos cervantinos y borgianos». Vamos, poca cosa.
¿Quieren más? Ahí va otra. Pero hay más. Y las que seguirán: esta de Diario16,