
Hay momentos que definen una década. O más.
9 de junio de 1993.
La Universidad Complutense de Madrid proclama a Mario Conde doctor honoris causa. De los reyes abajo, nadie faltó a la cita. Se magnificaba el esplendor del éxito, el poderío económico de la España que había dejado de ser lúgubre, el outsider que desafió a la banca y ascendió al poder mediático. Antena 3 Televisión, la cadena que aparentemente gobernaba Antonio Asensio con los créditos de su socio todopoderoso, se volcó en el evento. Hubo hemeroteca, videoteca y memoria.
No hubo pudor. Un tipo listo era reconocido como un sabio. Y ante él se rindieron académicos, políticos, empresarios, faranduleros, periodistas… Faltaron los prudentes. Tanta desmesura alentó un secreto: alguien guardó los brutos del vídeo de aquel acto en el fondo de un cajón. Esperando el momento. De reconocer a insignes lameculos de todos los tiempos.
Sólo seis meses después Banesto era intervenido y Mario Conde, situado bajo sospecha. Aquel betacam se convirtió en un testigo incómodo. No había manera de justificar tanto despropósito. El reflejo de toda una época, de mucho más que una década. Vigente 23 años después, como se ve.
5 de noviembre de 2002.
Los reyes solo fueron testigos de la mayor boda real de la historia. ¡Qué paradoja! La niña Aznar y el joven que aprendió a medrar al cobijo de su suegro se convirtieron en la parábola de la chulería, de lo hortera, del ascenso de lo cutre y los aires de grandeza; en preludio de los pies encima de la mesa, de las corrupciones y las corruptelas amasadas junto al poder, de las fiestas y las correas, de las albondiguillas y el putiferio. De la degeneración de un España chusca que retomaba el esperpento y se degeneraba entre lentejuelas.
Otra vez el fango de la otra España. El viejo trauma que envolvía al país de vergüenza.
28 de marzo de 2016.
80 cumpleaños de Mario Vargas Llosa. El Nobel azote de la prensa amarilla abraza al símbolo de la prensa rosa, apadrinados ambos por el líder de la prensa marchita. Decenas de académicos, media docena de expresidentes, empresarios liberales de postín, algún avergonzado que no pudo eludir la pantomima, hasta cuatrocientos próceres de la clase dominante que renunció al progreso, a la igualdad e incluso a la dignidad, en defensa de los derechos de quienes tienen y pueden, de los poderes fácticos, de los que fueron socialistas antes de descubrir lo bien que les sentaban los consejos de administración y hasta los mercados.
En los tres eventos hubo significativas redundancias. Hay gente que siempre comparece donde se la espera.
Si no fuera por el carácter reitrativo de las dos primeras, de que se conocen copias y versiones parecidas a lo largo del tiempo, la más tenebrosa de las tres imágenes es la tercera. Respecto de las dos primeras era posible cierta distancia, incluso una crítica enojada. De la última, no. El glamour de la academia, la riqueza honrada, la soberbia ilustrada y la literatura en papel couché banalizan la inteligencia e incluso la decencia; la diluyen bajo el oropel. No cabe un ápice de humor o de desprecio. Suenan las walkirias; no cabe interpretarlo como ópera bufa. Ni siquiera como esperpento.
