Conocí a Manuel Rivas en el inicio de los ochenta. Él fue durante un breve periodo responsable de comunicación del Ayuntamiento de A Coruña, recién incorporado, como el resto de los municipios españoles, a la senda democrática. Era una época de expectativas y entusiasmo, particularmente en ese ámbito, en el de las ciudades empeñadas en convertirse en lugares de encuentro y participación. Así lo vivimos, mientras duró, quienes, como él, pudimos articular unos cauces y modelos de comunicación en la administración local hasta entonces inéditos o, mejor aún, vedados.
Ignorantes en gran medida de las demandas ciudadanas, de la voluntad de los nuevos gestores e incluso de los instrumentos necesarios –porque en ese plan el periodismo resulta insuficiente–, quienes recibimos el encargo de atender aquellos objetivos, a veces informes y casi siempre excesivos, sentimos la necesidad de compartir experiencias y reclamar orientaciones en el empeño cotidiano. Así surgieron encuentros, cursos o seminarios en los que aprendimos de los aciertos y los errores de otros, además de los nuestros.
Pudo ser en el 81, cuando apareció Manuel Rivas en unas jornadas que se celebraron en Valladolid. Entre tanto entusiasmo colectivo abrió las conversaciones con una intervención sobresaliente, cargada de escepticismo y humor. ¿De dónde ha salido este tipo?, pregunté al colega pucelano organizador del evento. Su lucidez, su narración y su tono grave y susurrante me pareció admirable. Decidí vencer mi timidez y le abordé en el balcón contiguo al salón en el que acababa de hablar.
Charlamos. De lo dicho y de su experiencia. No puedo precisar más. La intervención anterior pesaba demasiado. Y desde entonces le admiré y, poco después, empecé a seguirle, cuando apareció en las páginas de El País como colaborador frecuente, tras abandonar su Ayuntamiento, él, y desde mi Ayuntamiento, yo. Me hice un asiduo. Y se abrió en mi biblioteca un espacio, ya extenso, en los estantes dedicados a mis escritores predilectos. Me gustan más sus crónicas que sus columnas, aunque siempre incluya en ellas elementos estimulantes por las referencias que aporta al análisis; o sea, aprecio su riqueza narrativa más que la declarativa, y su capacidad literaria mucho más que lo audiovisual.
Las voces bajas es un título que resume la narrativa de Manuel Rivas y define su personalidad literaria y el paisaje donde se desarrolla y se confunde. Sin embargo, esa es también la conclusión de este libro, en el que recuerda la vida y las gentes de su entorno; una especie de diario de la memoria sin fechas concretas sino con jalones de la peripecia sentimental del narrador.
Por eso, tal vez, Las voces bajas parece en muchas ocasiones el eco del propio Manuel Rivas, la prolongación de su voz en los lugares de su infancia y de su vida, que son también el espacio reconocible que hemos interiorizado y asumido sus lectores. Y de ese modo, al tiempo que se reconoce la importancia de un narrador que ha conseguido trasladar a nuestros sentimientos, o a nuestra identidad, una realidad que nos era ajena, surge la sensación transitoria de que su voz, en esta ocasión, reafirma lo sabido, lo ya interiorizado, mientras la lectura se convierte en un ejercicio ensimismado.
Al final, después de repasar los primeros balbuceos periodísticos –aquí también he reconocido coincidencias con el meritorio Rivas–, se encuentra la emoción más íntima y se explica y entiende la levedad de la voz del recuerdo, porque es también la levedad del ser y sus ausencias.
Por eso seguiré leyendo a Manuel Rivas y él mantendrá en mi biblioteca un estante entre los escritores predilectos. Porque muchas días me habla bajito.
Y lo agradezco.