Llegué a Carmen Mola sin excesivo convencimiento. Recelo de los best-sellers y, en especial, de los salidos de la nada. En este caso La novia gitana (una, dos y tres) no solo sale de la nada sino de nadie, porque su autora ha elegido el enigma del seudónimo, no se sabe si como procedimiento de autodefensa o como estrategia publicitaria. Algo me induce a pensar que más por lo primero que por lo segundo.
Todo lo anterior resulta anecdótico en el momento en que comienza la aventura de la lectura. Y es ahí donde se percibe que La novia gitana alienta el suspense y la explicitación descarnada de la violencia para tramar una narración fluida, bien armada, pero de escaso aliento. Hay tanta sangre como retruécanos. La tensión que conduce al lector a devorar páginas no invita a degustarlas. Lo policíaco derrota a lo negro y el número de páginas supera a la ambición literaria.
Sin embargo, el éxito editorial (mejor, de ventas) de la hasta ahora trilogía de Carmen Mola es inequívoco, evidente: múltiples traducciones (incluida una al japonés), una serie de televisión en marcha… ¿Y?
A la novela, a la literatura, no le basta la capacidad para atraer lectores. La denominada Carmen Mola conoce el oficio, no cabe duda. Estructura la obra con eficacia, pero limita su ambición a la capacidad para sorprender, para mantener en vilo la atención del lector. No es poco. El éxito la avala. Pero eso no basta para trascender el culebrón.
Los hechos que se describen y las personalidades que se revelan forman parte de un tinglado de cartón piedra, ajeno a realidades o situaciones oscuras que denuncien o desvelen la experiencia social de un tiempo o un lugar. Nada que reprochar a una novela policíaca de tan fácil consumo como rápida digestión.