Reaparece Albert Boadella dirigiendo a Els Joglars para que el más clásico de los actores de la compañía, Ramón Fontseré, interprete la caricatura de un personaje trascendental y chusco a la vez: El rey que fue. La farsa se sitúa a bordo de un barco lujoso que navega por el Golfo Pérsico, en el que una y otra vez la calma precede a la tormenta, ya sea por designios de la meteorología o por el rumbo caprichoso al que obliga, contra los criterios profesionales del capitán inglés, el principal pasajero de la nave.
Sesenta años después de la aparición de Els Joglars apenas quedan tiempo y ganas para comprender la sacudida que experimentó el teatro en España, en plena Dictadura, con aquel movimiento que se denominó Teatro Independiente. Tal vez ni siquiera los supervivientes de aquellas andanzas estén en condiciones de reclamar el reconocimiento que merecieron. El rey que fue no ha venido a reivindicarlo.
La obra se centra en la vida del rey Juan Carlos, desde la distancia que marca el exilio respecto al reconocimiento popular del que gozó durante varios decenios. Una vida contradictoria, con situaciones trágicas y excesos licenciosos que, contra todo pronóstico, condujo a la reinstauración monárquica por puras carambolas en un país sin memoria de ese régimen. Una vida que, más allá del toisón y la campechanía, escondía chanchullos y avatares poco edificantes para una sociedad y unas instituciones renuentes a la heterodoxia.
El personaje, la verdad, bien merece una representación. Como se quiera: en forma de comedia o de tragedia. Aquí se opta por la burla o por la farsa, más allá de unas pocas alusiones a aspectos que pasan desapercibidos. La evolución de Els Joglars y de la sociedad en que el grupo se ha desarrollado no se corresponde con lo que hicieron presagiar en sus comienzos. En el declive de su última racha han optado por la bufonada, si no por la brocha gorda al borde mismo de la astracanada.
Ramón Fontseré construye una caricatura del emérito que quizás sea el mayor mérito de esta reaparición de Es Joglars. Su caracterización, sus movimientos, su voz tienen el valor de lo burlesco y de lo verosímil; en ellos se reconoce al personaje que interpreta. ¿Con exceso de furia? Aparentemente, sí; por parte de quienes asumieron el tono bobalicón del emérito. Sin embargo, tal vez esa sea la manifestación más evidente de su indignación frente a quienes le han conducido y abandonado en una situación a la deriva.
El público –con una media de edad sorprendentemente elevada, en la sesión a la que asistí– mantuvo el tipo con la retranca de quien ya sabe de qué se habla y mucho más. Sin embargo, solo esporádicamente agradece con su risa los momentos en que la farsa avanza hacia el absurdo paradójicamente más realista. O simplemente más real.