Una historia que abruma, pero no conmueve

¿Realidad o ficción?

Hay que echarle mucho valor para escribir un libro como este. No se le puede negar ni un ápice de atrevimiento a Miguel Ángel Oeste por su “Vengo de ese miedo” (Tusquets, 2022). Vaya esto por delante.

Al lector le surge la duda en cada capítulo, en cada página, casi en cada párrafo. ¿Una narración de lo vivido, de lo imaginado, de lo ficcionado? La narración en primera persona no resuelve la duda. Por obvia. El impacto emocional requiere el relato directo del protagonista. No habría otra manera de hacerlo verosímil.

Sin embargo, la duda se impone, alentada tal vez por lo excesivo de ese “Quiero matar a mi padre” con el que comienza la novela y omnipresente a lo largo de sus trescientas páginas. Novela, sí, porque en ese género caben el realismo grosero, la imaginación sublime e incluso lo verosímil y, de igual manera, hasta lo inverosímil. ¿Y el exceso?

El autor malagueño asume el riesgo sin ambages ni cualquier otro recurso de alivio. No da tregua. El padre es una alimaña en medio de una jaula de fieras. Solo los hijos se libran de las bestias; uno, de manera más condescendiente; el otro, el narrador, desde una radicalidad sin matices, porque ese es el terreno establecido. El relato se convierte en una especie de exorcismo, en un desahogo sin piedad ni sentimiento de culpa, en una venganza tan necesaria para el narrador como carente de otro objetivo que no sea el de vomitar la asfixia.

El título de la novela, “vengo de ese miedo”, lo explica todo y da sentido a la novela. Sin embargo, el relato se hace más que claustrofóbico, excesivo: más bárbaro que conmovedor; tan coherente que se antoja inasumible. Tal vez por ello la novela, sobrándole intensidad, carece de emoción. Y ese es, sobre todo, también el fruto de un estilo descuidado o, tal vez, sometido a la voluntad de no aliviar la brutalidad de lo vivido.

La obra de Miguel Ángel Oeste abruma. No conmueve.

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