
Un hecho cierto: Ortuella (Vizcaya), 23 de octubre de 1980, explosión accidental de gas propano en las calderas del colegio Marcelino Ugalde; mueren cincuenta niños de entre cinco y seis años y tres adultos.
Primera parte. La tragedia emocional, personificada en una familia, ocupa al completo un relato sobrecogedor. La dimensión narrativa está a la altura de la catástrofe. El lector debe tomar aliento ante las lágrimas y, a veces, tiene que obligarse a seguir la lectura pese al dolor que le acarrea.
Segunda parte. La vida sigue, pero la tragedia pervive, aunque en desigual manera entre unos familiares y otros, entre vecinos y allegados. Cada cual responde o se repone en función de su personalidad y sus circunstancias. Todos perviven como víctimas de aquella conmoción insuperable. Cada cual, a su manera. Bajo los efectos de su personalidad y de unas circunstancias que no siempre se explicitan. Hay silencios.
Tercera parte, intercalada. El relato se sostiene sobre la creación de unos personajes formidables y unas circunstancias impresionantes. Pero su recreación lineal se ve interrumpida por unas acotaciones que interpelan al narrador del relato en nombre de su verdadero autor. Un hallazgo formidable para reflexionar sobre la verdad literaria y el riesgo de conducirla sobre pautas que exceden los límites de la realidad a la que aluden o los sentimientos de quienes la sobreviven.
Sobre esos tres elementos Fernando Aramburu construye El niño (Tusquets, 2024). Un relato formidable y distinto a otros anteriores. Conmovedor por lo que se observa a primera vista. Lúcido, porque invita a pensar que, incluso ante las realidades más indiscutibles, se muestran actitudes muy diversas y respuestas heterogéneas. La tragedia objetiva se matiza con perspectivas que ofrecen nuevas dimensiones y reflexiones.
Aramburu reincide en sus perspectivas literarias. No se repite. Su literatura responde a una manera de mirar lo que ocurre más cerca que lejos.
