Unos plantean la acción política como un asunto de balanzas. Un sistema de decisiones en función del peso de los objetivos o los argumentos. Un método basado en los efectos y los contrapesos de unas u otras opciones que aboca a un cierto pragmatismo con dosis de relativismo.
Otros la plantean como una cuestión de principios: lo bueno frente a lo malo, lo justo frente a lo injusto, lo verdadero contra lo falso. Creen en la verdad y en la justicia radicales, sin matices. Y eso aboca a un rigor más propio de las religiones que de la sociología.
Un tercer grupo la consideran como expresión de lo que importa a cada individuo o, a lo sumo, a cada colectivo concreto, al margen de sus efectos sobre otras personas o grupos. No se trata de un planteamiento despreciable, en la medida en que el proceso decisorio avale las decisiones mayoritarias, pero corre el riesgo de abocar a un individualismo grosero.
Hay otras muchas perspectivas posibles, pero bastan éstas para comprender que una misma persona puede adoptar posiciones variables según el caso y la conveniencia. En conclusión, la manera de entender la acción política resulta en muchos casos… paradójica.