
El viaje, que comienza como búsqueda, termina casi siempre como encuentro. Se prepara con preguntas y se disfruta con la emoción de lo imprevisto. Si el paisaje y la mirada se interrogan sin prejuicios, nunca se repite, siempre es nuevo. Cada lugar desvela su misterio, sus propias certidumbres, y el viajero, a medida que camina, comprende, se entiende.
Milán nos recibe con la vitalidad multirracial de uno de sus barrios de emigración y moda, al que empiezan a denominar DoLo para compararlo con el Soho neoyorquino. Si este expone la fascinación del pijerío, el milanés habla del esfuerzo que reclama la adversidad y el afán de supervivencia, tan lejano de aquellas expectativas que motivaron el bullicio resistente de gentes diversas.
Granara amanece nevada. La casa se convierte en refugio contra el rigor de un invierno inhóspito y en ella se disfruta del calor de la chimenea y, sobre todo, de la serenidad de la naturaleza tras las ventanas. La nieve invita a disfrutar de un tiempo excepcional y efímero que solo perdura cuando se transforma en hielo. Quizás por eso sea tan profundamente bella, emocionante, intensa.
Pocas casas y menos vecinos esconden un espacio de convivencia que el tiempo ha transformado. Conserva referencias de lo que quiso ser y expectativas de lo aún puede seguir siendo. El respeto a la naturaleza y la cultura, los Cultivos –como resumió Julián Rodríguez–, amparan un proyecto que invita a disfrutarlo mientras dure, a sabiendas de que la sociedad que corre por las autopistas no lo entiende. Sin televisión el tiempo se hace más largo porque en ese silencio la nieve, el bosque y el teatro explican al hombre que observa a otro hombre que, en contraluz, se aleja.
Algunos pueblos de los Apeninos transcurren junto al río y exhiben con orgullo murallas, castillos y mansiones; fortalezas contra la adversidad y contra el tiempo, observatorios para admirar la extensión en calma. Así ocurre en Bercetto cuando se accede a lo más alto.
En Pontremoli emociona la firme belleza de las casas construidas para ver pasar el río, inquieto, poderoso, en el que no es posible bañarse dos veces, porque cambia siempre, nunca se detiene. El hombre ha querido afirmar su voluntad de permanencia contra la realidad perecedera, pero en este lugar impresiona la belleza que perdura a través del agua, que salta y huye. El viajero asume la condición de fugitivo, y disfruta.
Umberto Eco –tan reciente su muerte–, como antes Passolini, Farinelli, Rossini o Anteo Zamboni hicieron de Bolonia su propio territorio. Al recorrerla, por azar o necesidad, conviene perderse entre el gentío que bulle ante sus palacios, sus torres, sus puertas o su historia. Etrusca, celta, romana; señorial y papal, bastión de la resistencia, devastada en la segunda Guerra Mundial, recuperada como fortaleza del PCI, pese a los ataques neofascistas o de la logia P2, ha sobrevivido a sus propias facciones y a las agresiones externas. Abolió la esclavitud (siglo XIII) y favoreció el reconocimiento de la mujer en pleno Renacimiento. Es ciudad del arte, de la universidad, del pensamiento; culta. En su algarabía y en su belleza el hombre reconoce su propia grandeza y algunas de sus miserias. Al partir, él sabe que allí deja algo de sí mismo que, tal vez, no recuperará jamás; eso es el viaje, la tensión entre lo que se descubre y lo que se desea, la incertidumbre del regreso.
Parecidas, distantes; similares, contrapuestas. Contra Bolonia, Arezzo. Amurallada, eclesiástica, belicosa, refugio de ilustres, mafiosos y banqueros; también la patria deseada de Petrarca, de Piero de la Francesca, de Roberto Benigni y de La vita é bella, símbolo y paradoja de la ternura que crece en un campo de concentración. Su Piazza Grande, el palacio comunal, Santa Maria della Pieve, la logia de Vasari, la iglesia de san Domenico se fijan en la memoria de las emociones compartidas con la sensación de haberlas vivido en un tiempo detenido.
Última escala: Lecco. La mole imponente y abrupta de los Dolomitas, que surge intempestiva en el camino, provoca un temblor desolador. Bajo la niebla, junto al lago, la calma se sobrepone al escalofrío.
El viaje termina en Milán, donde empezamos. En las calles ruidosas en las que el espacio se acelera y el tiempo se disputa. Y en ese lugar, al final del camino, reencontramos para siempre la alegría que propician la naturaleza, que explica lo que somos, y la cultura, que nos pregunta cómo y dónde estamos.
