
UN CRIMEN, DOS PASIONES, UNA CIUDAD
El teniente de policía Mario Conde, creación literaria del escritor cubano Leonardo Padura, que le ha dado vida en una serie de ocho novelas, llega al cine de la mano del director navarro Félix Viscarret, en su segundo largometraje tras el debut con Bajo las estrellas (2007) y después de varios cortos y episodios para televisión.
Conde recibe la orden de investigar el asesinato de una joven profesora de un instituto de La Habana y cuyo cadáver ha aparecido con señales de tortura y violación, además de con huellas de que alguien ha consumido en la misma habitación marihuana o alguna otra sustancia estupefaciente más peligrosa. Se inicia así una búsqueda en la que el protagonista recorrerá los bajos fondos de la ciudad, buscando pistas y reuniéndose con antiguos amigos, varios de los cuales estudiaron como él en ese mismo centro y comparten horas de conversación generosamente regadas con ron.
Ese trabajo profesional se verá salpicado por varios falsos flash-backs que no se sabe muy bien si anticipan cómo sucedieron los hechos o nos dan idea de lo que el teniente imagina sobre ellos, hasta que al final se aclaran convenientemente.
Pero al margen de su oficio, Conde tiene dos pasiones que se nos irán mostrando poco a poco: la que siente, de un modo repentino, por la hermosa y enigmática Karina, con la que entablará una relación tan tórrida como, en el fondo, frustrante, inspirada en un amor de juventud también fracasado, y la que alimenta desde mucho tiempo atrás, consistente en llegar a convertirse en un escritor de éxito, aunque sin demasiadas expectativas de conseguirlo.
Así, el relato avanza alternando secuencias y detalles de cada una de esas vertientes secundarias, en ocasiones muy acertadas para definir al personaje central y en otras demasiado episódicas como para resultar relevantes. Claro que ese afán de construir con todo lujo de detalles la figura del policía puede deberse al hecho de que Vientos de La Habana se presenta como la primera parte, destinada a salas comerciales, de una serie de cuatro capítulos que se emitirán en breve por televisión y que adaptan la llamada «tetralogía de las cuatro estaciones», basada en las primeras novelas que Padura ha dedicado hasta ahora a su ya famoso detective, publicadas entre 1991 y 1998.
Con todo, lo más apasionante de esta entrega inicial es sin duda el retrato que, como de pasada o a modo de simple trasfondo escenográfico, ofrece de la capital cubana, sensual y decadente, hermosa a pesar de la ruina que se ha ido apoderando de sus construcciones características, transida de dolor por la ilusión de lo que pudo ser y no fue y donde los interlocutores se quejan amargamente, entre los efluvios del alcohol, de todo lo que soñaron a partir del triunfo de la revolución en 1959 y que ha ido desdibujándose inexorablemente, hasta acabar convertido en una caricatura tragicómica de lo imaginado con tanta ilusión y por tantos cubanos hartos de la miseria impuesta por el imperialismo estadounidense. Sin olvidar que, una vez esclarecido el asesinato de la profesora, queda flotando en el aire la sospecha de una implicación directa de varios jerarcas del régimen en el tráfico de drogas, con la consiguiente ocultación servil por parte de algunos de sus subordinados de alto y bajo nivel.
La dimensión habanera del filme conecta directamente, por otra parte, con la espléndida Regreso a Ítaca (Laurent Cantet, 2014), en cuyo guion intervino también Leonardo Padura –que en esta nueva ocasión ha colaborado en la adaptación del texto con su compañera en la vida real, Lucía López Coll–, mientras se distancia de otras películas ambientadas en La Habana y curiosamente dirigidas asimismo por cineastas extranjeros, que han venido a sustituir en los últimos tiempos a la magnífica generación de realizadores agrupados, a raíz de la citada revolución, en torno al Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), con figuras tan destacadas como Julio García Espinosa, Alfredo Guevara, Humberto Solás y sobre todo Tomás Gutiérrez Alea, cuya Fresa y chocolate (1993) nos mostró, entre otras muchas cosas, a actores de la categoría de Jorge Perugorría y Vladimir Cruz, el primero de los cuales desempeña aquí un papel deslumbrante como Mario Conde, mientras el segundo tiene a su cargo el mucho más secundario de su rival en la acción, el sargento Fabricio. Entre los dos y sus mandos policiales configuran un reflejo crítico del uso de la autoridad en una sociedad que quiso ser igualitaria y, bajo la presión y los bloqueos de otros países mucho más fuertes, más los errores de sus propios dirigentes, desembocó en un autoritarismo sin justificación posible.
FICHA TÉCNICA
Dirección: Félix Viscarret. Guion: Lucía López Coll, Félix Viscarret y Leonardo Padura, sobre la novela de este, «Vientos de cuaresma». Fotografía: Pedro J. Márquez, en color. Montaje: Antonio Frutos. Música: Mikel Salas. Intérpretes: Jorge Perugorría (Mario Conde), Juana Acosta (Karina), Carlos Enrique Almirante (sargento Palacios), Mariam Hernández (Lissette), Mario Guerra (Candito el Rojo), Vladimir Cruz (Fabricio), Luis Alberto García (Carlos el Flaco), Héctor Medina (Lázaro). Producción: Tornasol Films, Mistery Prod., Hernández y Fernández, P.C., Nadcon Film (España, 2015). Duración: 104 minutos.
Todas las críticas de Juan Antonio Pérez Millán
