Escucho a una maestra, al borde de la jubilación, que relata, emocionada, a través de la radio, uno de los momentos más felices de su vida. Fue un día al terminar el curso: una de sus alumnas se acercó a su mesa y le entregó un ramo de flores que escondía una dedicatoria en la que la profesora destacó una frase: “Nunca olvidaré que usted me enseñó a amar la ciencia”.
La maestra añadió algo tal vez anecdótico. En aquel curso tuvo seis alumnas sobresalientes; cuatro era de origen chino.
Yo, sin ser chino –en algún momento de mi vida, me habría gustado ser negro–, también tuve un maestro que me enseñó a amar las ciencias, la reflexión y la gramática. Le he recordado siempre y le he agradecido en público y en privado lo mucho que le debo. Lo reconozco cada vez que mirado atrás y lo he explicitado cada vez que me han invitado a mirar en el espejo mi propio desarrollo personal. Un par de veces he dejado alguna referencia a don Demetrio en esta bitácora.
Me enseñó mucho y, sobre todo, estimuló sobremanera el interés por averiguar y entender. En horas extras nos enseñó mecanografía sin máquinas donde escribir, sino sobre un cartón en el que, el primer día de clase, calcamos un teclado. Nos enseñó taquigrafía, aún no sé para qué, e incluso francés, en una época en la que al gabacho se le miraba con profundas reticencias. Me hizo saber lo que aprendía y, sobre todo, me hizo comprender los límites de los conocimientos que nos proponía; es decir, a buscar más allá sin necesidad de vara de castaño sino con la persuasión de quien te respeta.
Sin don Demetrio Álvarez no puedo explicar el rumbo o los rumbos de mi vida. Sin él no hubiera podido aprovechar las oportunidades que vinieron después: desde el colegio salmantino en el que me fui haciendo adulto hasta las elecciones profesionales en las que me aventuré y de las que he disfrutado.
Conste. Yo también tuve un maestro… que animó mi vida.